miércoles, 13 de mayo de 2009

historia 1 (final 3)

López estaba cerrado en su casa en la playa desde hacía unos días; precisamente desde cuando el maldito Quebraley había sido asesinado.

Toda su vida había sido arruinada por ese hombre, y ahora estaba muerto. Desde los tiempos del colegio, cuando le había soplado el golpe del siglo, una partida de droga que el ratero le había robado poco antes de la venta, se había dado cuenta de que él nunca habría podido alcanzar su inteligencia y habilidad y, por eso, se había convertido en la única persona que podía pararlo: como en el mundo del crimen el Quebraley siempre lo habría superado, López se había trasladado al de la ley.

Pero cuando le había contado todo a su amante, coloreando la narración con todo su rencor y envidia, y le había dicho que llevaba diez años deseando ardientemente que Vito Laredo muriera, nunca habría imaginado que esa mujer, tan delicada, pura y sin mancha, lo mataría a sangre fría.
Cuando habían encontrado el cuerpo, López había recuperado el anillo que le había regalado, aún manchado de la sangre de su peor enemigo. ¿Cómo lo había atraído a una trampa? ¿Dónde había encontrado la pistola? ¿Por qué había dejado el anillo? Todo quedaba aún en la sombra.

Sin saber qué hacer, López había llamado a la única persona que podía ayudarlo: Lucas Ribera.
Nadie sabía de su conocimiento mutuo, y la situación tenía que quedarse así: un respetable comisario no debía tener nada que ver con un pobre delincuente.
“Lucas, tenemos un problema”.
“Aquí Houston… ¿qué quieres, madero?” Lucas había respondido con su habitual ironía, sin sospechar lo que habría oído.
“Necesito tu ayuda ahora. Tienes que sustituirme por un rato, hasta que consiga solucionar unas cosas. Todos estamos implicados en una tremenda desgracia. No puedo explicártelo todo ahora, solo haz lo que te diga. Y, por una vez, confía en mí”.

Lucas no había sido investigado, de tan feliz que estaba por la afortunada coincidencia: podía hacerse pasar por el comisario y recuperar el dinero sin arriesgar a que lo descubrieran, porque el comisario estaba ocupado en otros asuntos. Y así se había cumplido todo lo que había de cumplirse.

Mientras tanto, López había pasado aquellos días infernales preguntándose qué tenía que hacer.
¿Llamar a la mujer? ¿Llamar a la policía? Cuando se dio cuenta de que era Lucas el culpable del atraco en el banco, era demasiado tarde: ya le había proporcionado el disfrazo perfecto. Lucas había matado a dos hombres y él involuntariamente había convencido a su novia de que El Quebraley tenía que morir. Esa era la peor desgracia que le había ocurrido. Y la culpa seguía siendo del maldito enemigo de toda la vida. Sólo quedaba una cosa que hacer:
“¿Policía? Aquí el comisario López”.
Una voz perpleja respondió:
“Comisario, aquí todos están buscándole. Hemos visto una peli en la que Usted mataba al chef cuyo padre fue asesinado. ¿Qué le ha ocurrido?”
“He matado a Roberto Laredo y también a su padre porque creía que estaban implicados en el atraco del banco y quería tomarme la justicia por mi mano. Ya no creo en los poderes de la policía: siempre se deja a los peores criminales en libertad y sólo se encierra a los peces pequeños. Puede que haya sido un momento de locura, pero no estoy muy arrepentido. El culpable del atraco en el banco fue un cierto Lucas Ribera, pero nunca encontraréis su cuerpo. Él también ha sido ajusticiado y el ácido ya ha hecho su deber. Todo está acabado de la mejor manera posible, ¿no estás de acuerdo?”
“Comisario, ¿se ha vuelto loco? Quédese donde está y no haga nada de lo que pueda arrepentirse, enviaré una patrulla enseguida. ¿Comisario? ¿Me oye?”

Mas ya el comisario estaba lejos.

Mientras se acercaba a las escolleras, temblando por el fuerte viento que agitaba las olas de la Mar como si quisiera hacerla enfurecer, López daba vueltas al anillo entre las manos, pensando en Lucas y en su hermana, que habían coronado sus sueños de irse a América para empezar una nueva vida. Por lo menos ellos eran felices.

Miró el anillo sin verlo, pensando en su amada. Sabía que sería más feliz sin él, pero ya la echaba de menos. Deseaba decirle lo que había hecho por ella pero no quería que se sintiese culpable. Olvidarlo era la mejor solución. Las letras grabadas en el interior brillaban iluminadas por el sol, y cada una de ellas parecía estar grabada también en su propia piel:
“A Andrea: Es tan corto el Amor y es tan largo el Olvido... José

El anillo se quedó solo en la escollera mientras la Mar parecía ir calmándose, como si algo, aquella tarde, la hubiera saciado.

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