Las siete. Volvía a llegar tarde. Pero daba igual. Iba a buscar a su prima Lorena, tenían que quedar para la manifestación del día siguiente. Llamó al interfono, le abrieron y subió por las escaleras de dos en dos para hacer algo de ejercicio. Lorena no estaba en casa, acababa de bajar al súper.
- Hola tía, ¿qué tal andas? Venía a ver a Lorena, había quedado con ella para hablar de lo de mañana.
- ¿Lo de mañana? ¿Qué es lo de mañana?
- Sí, lo de la manifestación en el centro, ya sabes…
- ¡Otra vez estamos con esas! Lo que vosotros llamáis manifestación no es más que salir a la calle a pasear, a armar jaleo, para saltaros las clases… una simple excusa para no dar un palo al agua, como siempre… ¡El 68! ¡Eso sí que era movilizarse! ¡Eso sí era manifestarse por una causa justa! Los jóvenes de hoy ya no sois como los de antes…
Ya estaba mi tía Carmen otra vez con la misma historia: que si el 68 fue un gran año, que si no tenemos ideales, que si no nos importa nada… Temblaba cada vez que iba a su casa por miedo a que me soltara el rollo de siempre. Y es que desde que se quedó viuda tenía mucho tiempo libre y le apasionaba sermonearme y contarme batallitas. Pero a mí me daba rabia oír esas cosas, me sacaba de quicio. Porque no tenía razón. Para nada.
Así, esperé a mi prima para hablar mejor de la manifestación. También esta vez mi tía tenía que quejarse de nuestras iniciativas, y a nosotros nos tocaba demostrarle nuestras plausibles razones: el parque municipal no podía ser cerrado por los intereses económicos de las empresas.
El día siguiente, como acordamos, quedé con Lorena y algunos compañeros nuestros para ponernos en marcha a lo largo de la ciudad hacia el ayuntamiento.
Desde el primer momento fui sorprendida por la gran cantidad de gente que vino: desde nosotros, los estudiantes, hasta los ciudadanos más ancianos, todos juntos para reivindicar nuestro derecho a tener todavía nuestro punto de reunión, nuestro trozo de verde y de naturaleza, aunque pequeño y quizá sólo simbólico en el caos urbano.
El desfile de manifestantes comenzó a las diez en punto causando el embotellamiento del tráfico, entre los quejidos de los conductores y la irritación de la policía municipal que intentaba controlar la manifestación y regular el tráfico al mismo tiempo. Había más de 500 personas, delante estábamos nosotros, los jóvenes, seguidos por mujeres, abuelos con sus nietos, etcétera. Todo iba lo mejor posible, Lorena y yo ya pensábamos en el rostro de tía Carmen cuando nos viera filmadas por la televisión local en las primeras filas de la manifestación. Pero desafortunadamente aún era demasiado pronto para cantar victoria.
Entre mis compañeros también estaba él, Pepe. Me gustaba desde hacía años, desde siempre prácticamente, y aquel día también era una buena ocasión para declararme finalmente.
Él estaba detrás de mí, por debajo del humo de los porros. Me di ánimo y ralenticé mi paso para acercarme a él. Me saludó y me ofreció su porro. Yo nunca había fumado, pero acepté. Me dio el ataque de la tos de quien lo hace por primera vez. Entonces Pepe sonrió y me dijo: “Veo que todavía eres inexperta. Ten esta bolsita, es mi regalo para ti. Te gustará con el tiempo.” Yo no podía creer que me dirigiese la palabra, no pensé en nada y puse el paquete en mi bolso. Nunca habría considerado la presencia de los perros policía, que habrían llegado al cabo de poco ...
Caminábamos juntos desde hacía unos minutos y, sin embargo, no lograba encontrar nada bonito que decirle a Pepe. La cosa singular, y terrible, era que, a pesar de los alborotos y los gritos de los manifestantes, los claxon de los automovilistas enfurecidos y los silbidos de los policías, me parecía estar ensordecida por un embarazoso e infinito silencio, que envolvía a Pepe y a mí en una nube de miradas huidizas.
Más de una vez me vino la tentación de hablar, absteniéndome a tiempo para no expresar interesantísimas exclamaciones sobre el fantástico sol que resplandecía en aquella soleada tarde de primavera. Podría ofrecerle un helado pero… ¿cómo se lo pregunto? ¿Y si es alérgico? ¿Y si me dice que no? Pensará que soy una estúpida: camino junto a él desde hace media hora y la única cosa que he logrado hacer es medio ahogarme con un porro… pero, bueno…
-¿Te apetece un helado?
-¿Por qué no? hay una heladería fantástica justo al otro lado de la calle...
-¿Y qué sabores prefieres?
-Elige tú... tus preferidos...- dijo y una mirada maliciosa me puso roja precisamente como la fresa de mi sabor preferido.
Vale, el primer paso está hecho, ahora sólo tengo que elegir tres sabores... Le conquistaré por el estómago, precisamente como hay que hacer según lo que dice tía Carmen (que en cuanto a manifestaciones no entiende nada, pero con los hombres siempre sabe cómo comportarse). Primero el helado, luego las palomitas en el cine y entonces quizá me invite a cenar...
Una voz enfurecida rompió mis frágiles sueños de gloria. "¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Domingueros! Se paran cuando quieren y como quieren…". Me paré estupefacta en medio del cruce peatonal, mientras del interior de un taxi, que transportaba a un hombre de semblantes orientales visiblemente desesperado, bajó el chófer y se acercó a un coche oscuro y deportivo cuyo ocupante, bajada la ventanilla, hablaba a una señora de media edad que caminaba en cola entre los manifestantes con un niño de tres o cuatro años entre los brazos. No logré ver bien el rostro del responsable del enojo del taxista, pero sonreí al pensar en lo que esa parada fuera de programa habría hecho subir el precio del taxímetro. Le oí gritar: “¡Loco! El día que hagan bailar a los idiotas tu no formarás parte de la orq….”. No acabó la frase. O quizás no tuve bastante tiempo para oírla.
Distraída por la escena me había detenido en mitad de la calle mientras el semáforo se había puesto rápidamente rojo, pero yo sólo me enteré de ello cuando oí el ruido de un frenazo y luego sentí un fuerte golpe en las piernas y fui lanzada unos metros lejos. Un automovilista había pasado regularmente con el verde y, al verme, había frenado inútilmente hasta que, dándose cuenta de que no podía parar, había virado, acabando en el otro carril demasiado tarde para evitarme, pero con suficiente tempestividad para no hacerme demasiado daño.
La primera cosa que vi al volver a abrir los ojos, empañados por el fortísimo dolor en una pierna, fue el rostro de un joven policía al cual había visto poco antes en el medio de la manifestación. La segunda fue el de su compañero: ojos oscuros, nariz alargada, dientes blanquísimos... y el famoso olfato de los pastores alemanes para las sustancias poco recomendables…
El policía me preguntó algo que no conseguí entender, probablemente quería saber cómo estaba. La cabeza me retumbaba cada vez más fuerte, y el dolor punzante en la pierna no me permitía moverme.
La muchedumbre había acudido para ver lo que había pasado, y las voces entrecortadas de la gente alrededor de mí me resonaban en los oídos. Me hicieron falta unos segundos para darme cuenta de la situación y de por qué aquel perro de repente había empezado ladrar, pero el dolor todavía era demasiado fuerte para reaccionar. Me quedé inmóvil, y mientras la ambulancia se acercaba ensordeciéndome aún más, entreví con el rabillo del ojo un segundo policía que toquiteaba mi bolso. Los de la ambulancia llegaron y, tras tranquilizarme diciendo que no me había hecho mucho daño, me llevaron a urgencias.
Aquí estaba, en una cama de hospital esperando ser escayolada, con Lorena y sus amigos delante de mí, y un equipo de policía impaciente fuera de la habitación. Ahora la cabeza había dejado de retumbarme, aunque las punzadas en la tibia no me daban tregua.
- ¿Qué piensas hacer ahora?”- me preguntó Lorena visiblemente preocupada cuando le conté lo que me había pasado.
- La verdad, no lo sé...- suspiré. -Estoy cansada y no tengo ganas de pensar en nada. Además la policía ya habrá llamado a mis padres dado que soy menor...
- No te preocupes, he telefoneado a mi madre hace cinco minutos, me ha dicho que tus padres todavía no están en casa y que viene cuanto antes para hablar con la policía; después hablará con ellos y les explicará todo- me tranquilizó mi prima. Después añadió: Lo importante es que estés bien, de una manera o de otra te sacaremos de esta situación, sólo tenemos que convencer a la policía de que ha sido un malentendido.
Me hundí en la almohada, cerré los ojos y emití un profundo suspiro. Estaba un poco recobrando fuerzas, cuando de repente abrí los ojos y pregunté desorientada: “¿Dónde está Pepe?” Lorena bajó la mirada y después de un momento de vacilación me respondió a media voz: “No lo sé... Cuando hemos llegado ya había desaparecido...”
Los días, en aquella habitación de hospital, transcurrían con lentitud. Mis pensamientos seguían haciéndose más pesados, como si una nube negra oscureciera constantemente el cielo de mis dieciocho años. Lo paradójico era que mis preocupaciones no se referían a mis condiciones físicas o a la vicisitud con la policía, sino a Pepe. ¿Dónde podía haberse ido? ¿Por qué se escapó así, sin decir una palabra? ¿Y por qué no venía a verme? Entristecida y casi segura de que a él no le interesaba nada de mí, caí en un sueño profundo y reparador.
Después de una semana de ingreso, los médicos decidieron darme el alta. Mi pierna estaba mejor y las fuerzas habían vuelto; pero, desafortunadamente, mis problemas todavía no habían terminado. La policía quería explicaciones y mis padres también.
Tía Carmen y Lorena habían intentado explicar a los oficiales que se trataba de un malentendido, pero no lograron convencerlos. El motivo de la acusación con respecto a mí estaba claro: posesión de sustancias estupefacientes para uso personal. La ley previó para mi caso una multa conspicua y la obligación de someterme periódicamente a análisis de sangre y orina para probar que ya no consumiera drogas; con un poco de suerte había logrado no ser enviada a la cárcel.
De todas formas mis padres estaban muy enfadados conmigo. No conseguían comprender cómo una chica respetuosa y tranquila, como yo siempre había sido, había podido meterse en un lío tan grave como ése y frecuentar personas tan deshonorables como Pepe, que no era más – en sus opiniones – que un drogadicto. Intenté justificarme afirmando que la atmósfera de la manifestación me había envuelto y que Pepe era un buen chico, pese a su vicio de fumar. Ellos no atendían a razones y me dijeron que tenía que olvidarme todas "estas tonterías" sobre el parque porque no podía pensar en que fuese posible cambiar el estado de las cosas con la fuerza de mis ideas y, al final, añadieron la prohibición de salir de casa hasta nueva orden. Al oír aquellas palabras noté que el enfado crecía dentro de mí: no podía soportar que ellos, tan apegados a sus hipócritas seguridades, pudiesen poner en tela de juicio mis ideas. Ellos se habían resignado a las injusticias de un mundo que sufrían cada día más pasivamente. Por primera vez en toda mi vida encontré la fuerza para decírselo todo y me fui a la calle, dejando tras de mí la puerta de casa.
Tenía que aplacar la rabia y así empecé a andar y andar. La ciudad me parecía dormida: solo se oía el ruido de los ferrocarriles desde lejos y el aire, en aquella noche de primavera, olía a álamos y a chamusquina. Me paré delante del ya célebre parque y pensé que al cabo de pocos días habrían empezado los trabajos para edificar el área: nuestra manifestación se había revelado inútil y probablemente en lugar de esta zona de naturaleza habrían construido el enésimo centro comercial de la ciudad. Nuestras existencias estaban enjauladas en un desarrollo tecnológico que seguía destruyendo los espacios de sociabilidad.
Después de unos minutos me repuse andando, pero los pinchazos en la pierna habían vuelto, así que me vi obligada a coger el primer autobús que pasaba por allí. Su destino era la estación de trenes, pero no me importaba: lo importante era estar lejos de mi casa y, sobre todo, de mis padres. Al llegar a la estación entré un momentito en una tienda para comprar una bebida: elegí una naranjada y salí de la tienda mientras la radio transmitía "Life on Mars", una maravillosa canción de David Bowie: me hacía ilusión confundirme con las palabras de esta canción, que contaba la historia de una chica que escapaba de un mundo de consumo con la fantasía. Me gustaba muchísimo el trozo un poco extraño en el que "Mickey Mouse se convierte en una vaca lechera".
Cuando terminó la canción di una rápida mirada a la sala de espera y allí, en un rincón escondido, vi lo que nunca habría podido imaginar ver: Pepe, rodeado por tres jeringuillas, estaba allí, solo, con los ojos como platos. Sin lugar a dudas había tomado drogas duras. Me acerqué a él y, no sé cómo, me reconoció. Empezó, con un hilo de voz, a quejarse de su vida: "Ayúdame, María, yo sé que tú eres una chica maravillosa y puedes sacarme de esta situación. Desde hace unos meses he empezado a usar drogas duras para no pensar en mi existencia infeliz: mi padre, alcalde de la ciudad y director de la empresa que quiere destruir nuestro parque, es una persona horrible, que piensa solo en el dinero, que nunca me ha demostrado un poco de cariño. Ya no podía soportar su indiferencia, su desprecio con respecto a mi pelo largo, a la música que me gusta tocar, a mis ganas de ser diferente de él. Así ahora llevo esta vida y me mato con las drogas. Ayúdame, María, sácame de esta situación. Siempre he pensado que tú podías ser la chica idónea para mí".
Yo no sabía qué decir. Era la situación más difícil de toda mi vida, pero era la única ocasión que teníamos para salir de aquella vida triste y aburrida. Decidí revelar el sentimiento que siempre había escondido por el miedo a no gustarle: "Pepe, comprendo tu situación. Yo también quiero salir de la sordidez de este mundo, de la pobreza moral que nos rodea. Juntos, aunque con poco dinero, podremos ir de viaje, cambiar de ciudad. Encontraremos un trabajo y al mismo tiempo estudiaremos y haremos lo que más nos apetece: tocar nuestra música preferida, por ejemplo. Juntos lograremos crear nuestro pequeño mundo perfecto".
Al decir estas palabras, gesticulaba muchísimo, así que la naranjada se me cayó y se derramó por el suelo.
“¡Vale!” dijo Pepe, “sabía que me habrías ayudado en esta situación tan difícil y complicada de mi vida. Al principio tenía muchísimo miedo de hablarte porque pensaba que podrías verme como un pringado y por lo tanto me ponía contigo como un chico que no tiene miedo de nada. Quería ser, a tus ojos, un chico fuerte y no te he dicho la verdad sobre mi vida, ¡perdóname! ¡Escapémonos de esta vida tan aburrida!; nos espera una vida nueva sin problemas, una vida en la que existiremos solo tú, yo y nada más”.
Me pregunté quién era el chico frente a mí. ¿Dónde se había ido el Pepe que conocía yo? El Pepe que luchaba para resolver las injusticias sociales, él que no tenía miedo de nada, él que sabía cómo convencer a la gente parar cambiar las cosas que no iban como deberían o como él quería. Quizás aquel Pepe nunca había existido, era solo una creación de mi mente. Comprendí que lo que había dicho no era en realidad lo mejor que hacer. No se pueden resolver los problemas escapando; ¡no!
Busqué dentro de mí el coraje que nunca había encontrado antes y le dije: “Quédate Pepe, ¡quédate! No es así como se resuelven las cosas, ¡no! Aunque nos escapemos de este lugar, el parque será destruido y no habrá nadie que luche para que no se construya el centro comercial. Y si nos vamos de aquí, encontraremos siempre algunos problemas frente a nosotros, ¿no crees? ¿Y qué haremos en ese caso? ¿Seguiremos escapando? Lo siento Pepe pero ¡no! Tenemos que luchar y eso sí lo haremos juntos tú y yo. ¡No tengas miedo! Hay solo una vida y no se vive si no se lucha para obtener lo que se quiere”.
Pepe se quedó inmóvil en un primer instante pero después me miró. Sonreía de una manera que me hacía muy feliz. Vi en su cara y sobre todo en su mirada que mis palabras le habían dado la fuerza para comenzar una nueva vida. Comprendía, del fuego que vi en sus ojos, que ahora tenía ganas de luchar y después, lo que más me gustaba, quería intentar hacerlo conmigo. Sus ojos me hablaban y eran sinceros, en realidad él era un chico especial aunque a causa de sus amigos, que lo ponían como líder que siempre sabía lo que hacer y cómo hacerlo, tenía que encajar en los modelos que él también despreciaba. Era, en cambio, un chico inseguro, cariñoso y modesto que se comportaba como un chulo para esconder su inseguridad y sus problemas con su padre. Pero al final los problemas habían salido a la luz del sol y no se pueden sino resolver, y yo tenía ganas de ayudarlo, aunque fuera muy difícil yo sabía que él se fiaba de mí y eso me daba una gran fuerza.
Pero los problemas que surgían ante mí eran demasiados. El primer problema era Pepe y su dependencia de las drogas, porque no bastaba con tener ganas de dejar de pincharse, era necesario que también su cuerpo pudiera sobrevivir sin aquellas sustancias. Por lo tanto pensé en buscar un sitio donde hubiera alguien que pudiera ayudarnos y sobre todo que pudiera aconsejarnos sobre lo que era necesario hacer. Fuimos a un consultorio donde encontré a una doctora que nos ayudó y que nos explicó lo que era necesario hacer. Lo mejor sería que Pepe fuera a una comunidad de recuperación para toxicómanos, pero yo no quería dejarlo en un sitio tan feo y solo, sin amigos y sobre todo sin mí y tan lejos de mí. Por lo tanto lo habría ayudado yo sola. Las crisis no tardaron en llegar los días siguientes.
Cuando las crisis llegaron no fue fácil controlar a Pepe, que gritaba, lloraba y vomitaba por la abstinencia de las drogas. Yo sufría cada vez más, al verlo de esa manera. Pero después de algunos días en los que me quedé junto a él en una vieja casa abandonada para que pasaran sus crisis, su estado físico mejoró muchísimo. Comprendí que era un chico fuerte si había alguien que le daba seguridad. Yo lo hice como si nada aunque algunas veces fue difícil. Pero lo difícil era también buscar cada día una nueva mentira que contar a mis padres para que no me preguntaran dónde iba y con quién. Después de lo que había pasado en la calle el día de la manifestación, el accidente y todo lo demás, no tenía un momento de tregua. Mis padres me controlaban casi siempre para que no hiciera otras tonterías. Y no sé cómo, pero todo salió bien porque mis mentiras fueron bien dichas. Quizás me ayudó un poco el curso de teatro al que asistí algunos años antes en mi escuela.
Me maravilló la fuerza que Pepe tenía; creo que aquella fuerza llegaba del plan que nosotros dos estábamos creando para que el proyecto del alcalde, el padre de Pepe, no se realizara. Al principio pensamos en muchísimas acciones, demasiado estúpidas, que pero no resultaban realizables. Por ejemplo, mandar algunas cartas amenazadoras enviadas por la mafia china que tenía una sede en la ciudad. Habíamos pensado inventar que la mafia china de los Chinchaoang necesitaba aquel parque porque tenían que conducir todo el tráfico de drogas y otras mercancías ilegales que llegaban de China. Pero nos resultó un poquito extraña como motivación para que no se construyera un centro comercial en el parque porque el centro comercial también habría sido un lugar donde se podían hacer aquellas cosas. También había muchísimos otros motivos de los que me avergüenzo hablar (y sobre todo no voy contarlos para que los lectores sigan leyendo esta historia). Pero, después de algunas ideas muy tontas una gran idea llegó a mi mente...
¡Sí! Aquella podría ser una idea maravillosa para salvar nuestro parque. La mirada de Pepe, los últimos días y todos los problemas que habíamos afrontado juntos me habían inspirado... "¡Pepe! El parque, nuestro parque, tiene que transformarse en un lugar donde las personas y los jóvenes con problemas como los tuyos puedan encontrarse, hablar e intentar resolverlos”. Pepe me miró feliz, aunque su mirada se volvió preocupada” ¿Pero qué podríamos hacer?”.
En primer lugar decidimos llamar a Lorena y organizar un encuentro con todos los amigos y todas las personas que habían participado en la manifestación. Fue un éxito, todos hablaron e hicieron propuestas... Algunos propusieron pedir la ayuda de los médicos del consultorio para organizar encuentros, otros propusieron actividades divertidas para los jóvenes... Al final empezamos escribir una carta al alcalde, el padre de Pepe, para explicarle la situación y nuestros proyectos.
Después del encuentro, tenía otra cosa que decir a Pepe: “Tienes que hablar con tu padre, Pepe. Tienes que explicarle tu situación y tus problemas...Probablemente si tú le hablas de tus problemas tu padre comprenderá nuestras razones y quizás nos permitirá realizar todo esto”. Pepe me miraba preocupado, pero me dijo “Lo sé, debo hablar con él y contigo podría hacer todo… No me dejes”.
Aquella noche no dormí, pensé todo el tiempo en el encuentro con el padre de Pepe... Por más que intentase imaginar cómo habría podido ser, nunca habría imaginado lo que habría pasado...
Al día siguiente me levanté, desayuné y pasé a recoger a Pepe. El chico se había puesto muy nervioso: no sabía qué decir a su padre. Yo lo tranquilicé: “No te preocupes, Pepe. Estoy aquí contigo y si hace falta, hablaré yo también con tu padre”. “Gracias. Significa mucho para mí”.
Llegamos al Ayuntamiento y preguntamos dónde estaba el alcalde. Su secretaria reconoció a Pepe como el hijo del alcalde y nos dejó entrar en su oficina. La oficina era muy grande, con paredes de un rojo tan encendido como el rostro del hombre que estaba sentado al escritorio frente a nosotros.
“Hola, papá”, dijo Pepe.
“Hola, hijo” respondió el alcalde. “¿Qué haces aquí?”
“Tengo que decirte algo” empezó Pepe.
“Si quieres dinero, sabes que puedes pedirme lo que quieras” le interrumpió el hombre y empezó a coger un talonario.
“Perdone, señor Rodríguez, pero su hijo quiere decirle algo importante. Sólo quiere que su padre acceda” dije y miré sonriendo a Pepe.
Pepe tomó coraje y todo lo que tenía en el corazón salió de golpe: “Pa, en estos años no he pedido nada excepto tu aprobación y tu cariño, sobre todo después de la muerte de mi madre. Pero tú sólo has pensado en tu trabajo y en tus estúpidas ideas retrógradas. No te has esforzado por comprender mi punto de vista”.
Vi que iba a empezar a alterarse y me puse a lado de él, cogiéndole de la mano. Su padre se enfadó: “¿Tú piensas que mi ideas son estúpidas? Yo soy el alcalde, la persona más apreciada por la gente. Mis ideas son las ideas de la gente. Y tú eres sólo un pobre estúpido y un drogadicto. Luchas por las causas perdidas como ese parque en el centro…”
“El parque puede ayudar a mucha gente, señor Rodríguez” le interrumpí “puede ayudar a gente como su hijo que no tiene padres que le ayuden. ¿Por qué no podéis superar vuestras incomprensiones y volver a ser padre e hijo y no alcalde y chico rebelde? Es difícil, pero podéis hacerlo”. El alcalde me miró como si fuera la primera vez que pensara en estas cosas y dijo…
.......
“Mira a esta chica Pepe, ya lo sabes que será la enésima persona a la que harás sufrir, nunca has terminado nada en tu vida, los legos cuando eras un niño, la escuela secundaria y ahora que sólo eres un joven piensas que yo tendría que cambiar de política respecto a nuestra ciudad, cambiar mis ideas y no mantener mis promesas… pobrecito”.
Pepe se puso rojo por el nerviosismo que tenía en su cuerpo y en su ánima, me miró con aquellos ojos que me hicieron enamorar 10 años atrás y me dijo: “Habla tú con el alcalde, yo tengo que salir para pensar un poco”. No podía contradecirlo ante su padre y acepté. Pepe salió del despacho, yo me puse a hablar del parque y de su hijo con el alcalde, que sólo intentaba convencerme de olvidar a Pepe y de que yo solo estaba perdiendo el tiempo. Si antes tenía pocas esperanzas, él ya las estaba destruyendo todas, por lo tanto me despedí y salí en busca de Pepe.
Después de haberlo buscado por todo el ayuntamiento sin resultados, volví a casa, donde mis padres me esperaban para el interrogatorio diario. Conté lo que había pasado con Pepe y su padre, lo que me pasaba por la cabeza sin parar de pensar en él, ¿dónde estaba?, ¿con quién se quedaba?, ¿qué estaba haciendo? Preguntas que me planteé toda la noche, durante la comida y en mis sueños que basándose en Pepe sería mejor llamarlos pesadillas. A pesar de todas mis paranoias, logré cerrar los ojos y caer en un sueño profundo.
La mañana siguiente fui despertada por sirenas de ambulancias y policías. Bajé las escaleras de dos en dos, al bajar perdí el norte y la respiración. Miré el reloj de cuco de mi bisabuela que a pesar de los años parecía el reloj de Greenwich, las 10:25 del sábado, el día del mercado donde mi padre y mi madre, como la mayoría de los ciudadanos, iban todas las semanas. Me vestí deprisa, cogí la bicicleta y me dirigí al centro de la ciudad siguiendo el ruido de las sirenas que al contrario de lo que había pensado, no me estaban conduciendo al mercado sino al parque municipal.
Mi corazón empezó a estallarme en el pecho, mil pensamientos llenaron de una vez mi cabeza, el estomago se estrechó y mis piernas empezaron a pedalear rápidamente sin sentir cansancio, solamente pensaba en llegar al parque. Esquivo un coche, esquivo otro, rozo una viejecita, rozo su perro, ignoro el semáforo y evito un entierro. Una vez llegada a la entrada del parque noto un montón de gente amontonada para entrar, para ver algo, ¿qué es ese algo? Me acerco en el intento de descubrir lo que pasa… nunca lo hubiera hecho.
Pepe estaba allí, en el centro del jardín principal, colgado de una cuerda a la encina del parque, su árbol preferido. Me volvieron a la cabeza los detalles que me contaba sobre esta planta. Uno de los árboles más emblemáticos de la cuenca mediterránea y de la Península Ibérica; le gustaba su historia, su nombre Quercus que proviene de la palabra celta quercuez, que significa “árbol hermoso”. Su altura de 15 metros, su tronco corto de corteza quebradiza, su capacidad de vivir hasta 700 años. Las flores de un tono amarillo brillante y sobre todo su fruto, el preferido por los policías: la bellota. Así lo creía Pepe porque la bellota surge en otoño y en noviembre madura y cae al suelo para alimentar a los cerdos. Que tío loco, este Pepe. También ahora, ahorcado de la encina, lograba hacerme sonreír.
Un leve viento movía las ramas y parecía que el parque lloraba por el amigo perdido, me acerqué un poco más, Pepe tenía un cartel pegado a su camisa donde había escrito: “Esto lo he terminado papá, ves ¡te equivocabas! Y vosotros que me miráis, ¿creéis de verdad que un padre que no ama a su hijo puede ser un alcalde que ama a sus ciudadanos o a un parque? ¡La respuesta está aquí ahorcada de esta encina ante vosotros!”
Los árboles gritaban por el viento, la hierba regada por las lágrimas de los demás y los pajaritos se quedaban mudos por respecto.